Remando silencioso entre las
tranquilas aguas de las Islas del Rosario Pedro Nadie un hombre de ojos claros,
pocas carnes, mucha estatura y piel tostada por el inclemente sol, rayando ya los 40 años, venía dejando atrás
tímidas tiras de oleaje al
deslizar con gracia y orgullo su frágil
canoa de desvencijadas maderas donde escasamente cabían sus largas piernas;
llevando consigo una delgada cuerda de 10 metros, su inseparable y esbelto canalete, tres pequeñas varillas de
50 centímetros las que en cada uno de sus extremos tenían envueltos coloridos
trapos para facilitar su manipulación y
en el otro una especie de gran anzuelo,
una vieja olla para sacar el agua que permanentemente amenaza con hundirlo, un
delgado tubo respirador improvisado con pvc, un par de
destartaladas aletas que ya no resisten un remiendo más, una vieja
careta llena de negros hongos, y muchas esperanzas al punto que estas ocupaban el resto del único espacio disponible: su corazón.
Eran ya las 6 de la mañana Pedro
Nadie en la mitad de todo canaleteaba con su mirada fija en el horizonte, se
veía tranquilo y silencioso, silencio este
que solo era interrumpido de cuando en vez por sus profundas aspiradas a
una colilla de pielroja, pensaba en sus padres razón
de su trabajo, los que se habían quedado
esperándolo en la pequeña playa
cerca de su improvisado rancho construido de manera furtiva en Barú. Aunque sabía que buceando solo, cualquier cosa podría pasarle, esto
poco o nada le importaba, ya había perdido un oído por bucear sin los
conocimientos del caso, y ahora solo pensaba en
la razón de su tarea, sorprender
unas cuantas langostas, las que seguramente vendería fácil y a buen
precio en la playa que por esos días ocupaban los turistas.
Cuando el mar le dejó ver una
pequeña cresta se amarró de inmediato a la cintura la cuerda que en su otro
extremo lo unía a la canoa, tomó una de sus tres varillas, se enfundó su equipo
de combate quedando cual quijote marino
y después de unas bocanadas de aire
combinadas con nicotina criolla
emprendió su lucha contra la corriente arrastrando consigo su
inseparable canoa para zambullirse permanentemente esculcando esponjas y
corales.
Pasaron los minutos y a lo lejos
solo se podía distinguir el poco blanco que aún sobrevivía de su vieja camisa,
al final con la habilidad de un
trapecista subió a su canoa sin langosta alguna pero con su cara
radiante de optimismo contrastando con sus ojos claros por los que corría el
agua del mar confundiéndose con su propio sudor, si sudor, porque cuando se trabaja duro en el mar también se
suda, así como Pedro Nadie, que cada día
lucha por ganarse la langosta con el sudor de su frente.
Me dije a mí mismo después de
este fatigante intento Pedro seguramente regresará a su pequeña playa único lugar donde en este mundo lo
extrañan y lo esperan sin reproches, pero para mi sorpresa al pasar cerca de mi
bote me dijo: “por aquí no hay nada pero más adelante las encontraré”, en ese
momento pasaron por mi cabeza las múltiples
tareas que he abandonado por falta de constancia, así como las mil veces me he rendido ante la primera derrota,
mientras este elemental ser humano tan ligero de equipaje era el hombre más
optimista de cuantos había conocido a lo largo del caminar por el inmenso mar
de mi vida.
Pero para Pedro Nadie su única
frontera era el azul del cielo, cielo y azul que parecían
sumergirse juntos un poco mas delante de la proa de su canoa, por eso seguía
remando sin pausa pero sin prisa, guiado por su olfato de pescador
nativo que no es otra cosa que la brújula que los ancestros marcaron en su
sangre.
Pero a veces Pedro se detiene
mira al sol y deja que un mal
presentimiento lo asalte entre pielroja y pielroja, y este no es otro que el tener que defender en la
playa el precio de su esquiva langosta que aún sin haberla subido a su canoa ya
la tiene fija en su mente con tamaño y precio, precio este
que los visitantes que esperan en la playa siempre terminan
arrebatándole por la mitad de que lo que El, estimaba que valía. Pero a pesar de este mal augurio, Pedro sigue remando y cada día cuando el amanecer lo sorprende dejándole
ver el horizonte, monta en su
rocinante de vieja madera a la caza de nuevos
sueños y alimentando mejores
esperanzas, esperanzas estas que en
medio de tan cruel y dura realidad solo son concebibles si los abundantes
hongos de su careta tienen el poder
alucinógeno que hace soñar en mágicos parajes mientras se muere de sed en
el desierto.
Al caer el día cuando la pequeña
y frágil canoa de Pedro se perdió en el horizonte las
lágrimas traicionaron mi
templanza, pues había partido para siempre de mi vista y de mis sentires ese gran maestro de la humildad y la esperanza
quien ligero de equipaje era el hombre más feliz del planeta.
Gonzalo Concha.